Kill Motel

Carlos María tiende a librar a sus imágenes de todo estorbo. La escena está puesta y lista para el grito de acción, pero no hay actores a la vista. Si bien hay suficientes señales de presencia humana como para cebar a una audiencia compuesta de mirones y detectives aficionados, no hay nadie dentro de cuadro; cualquier persona podría entrar en cualquier momento y romper el balance compositivo; tal vez alguien justo acaba de dejar la habitación, dejando atrás rastros de sangre y efectos personales; es concebible que el silencio pronto sea roto por una maleta que se abre y revela sus contenidos a la mitad de la desértica nada, o por un mitin de sillas en el bosque a punto de producir clamorosos aplausos por medio de la mutua fricción de sus patas. Pero a lo largo de esta imagen incierta, dentro del preciso contorno de su duración, a nadie le estará permitido arruinar el suspenso. Como resultado, los objetos, actores de relleno en los que casi nunca nadie repara, darán un paso al frente y serán sujetos.

Es divertido especular sobre por qué el autor decide hacer así las cosas.

Tal vez está de acuerdo con Hitchcock, quien decía que la mejor escena de Psycho no era el celebrado asesinato en la regadera sino sus postrimerías, cuando Norman Bates se da a la fastidiosa tarea de deshacer la labor de su madre, o por lo menos solaparla, limpiando la escena del crimen. Bates entra en trance neurótico y la cortina de plástico, el periódico y la maleta le roban la escena. Es como si Marion Crane fuese sacrificada no tanto para saciar la crueldad del público, sino para demostrar que su cuerpo desnudo y plastificado corresponde perfectamente a la forma interna del maletero que será su tumba.

Tal vez Carlos comparte mi hobby de plastificar crucigramas para así no tener que llenarlos.

Como sea, si sus imágenes hablaran, imagino que sólo hablarían a nuestras espaldas.

Eduardo Padilla